lunes, 20 de septiembre de 2010

Mañana Vencedor Vuelve a Clases

 

Y en agradecimiento a todos quienes nos pensaron y apoyaron de verdad quiero dejarles este relato, que fue hecho en el verano, con mucho cariño, antes de sospechar lo que pasaría este invierno.  Este cuento lo inventamos con Vicente, durante cinco noches armamos no sólo nuestras vacaciones sino además esta historia.  Quizás para aquellos que tienen hijos pueden usarlo para dormirlos alguna vez.

 

 

LOS WEÑIS DE ARMONÍA

Llega la hora de contar una historia

junto con la luna, las sábanas y tus pijamas

llenos de monos que te acompañan.

Con los ojos chinos escuchas atento cuando te digo:

“Había una vez…”

Había una vez, un mundo más allá de donde se cae al vacío, persiguiendo quién sabe que cosa. En este mundo vivían muchos seres, de todos los seres, de los cuentos, de las historias que ayer te conté, de las que aún no te cuento, de las que mañana tu me contarás.         Para la historia les llamaremos Weñis.

Este mundo se llamaba armonía, nadie sabe por qué, pero tampoco tanto importaba, donde se pasaban los días entre juegos y comidas familiares,  las noches entre cuentos y sueños, que cada mañana se contaban  entre risas, en desayunos llenos de fruta, queques y panqueques.

Paso sin embargo un día, en que todo pareció oscurecerse, en que los weñis comenzaron a comer solos, en que los desayunos tenían fruta, o queques o panqueques, pero no tenían risas, tampoco muchos que las escucharan.

Quienes se dieron cuenta de esto,  se reunieron en el gran claro del bosque central de armonía a debatir qué pasaba, cómo pasaba, y que podían hacer. Nadie tenía idea, se miraban las caras y sacaban teorías. Solo sabían que el manto de tristeza que cubría los poblados venía avanzando desde las montañas del norte.

Había que investigar, así que enviaron al norte a tres weñis hermanos, a ver que pasaba, que maldición era la que los aquejaba, y que si eran valientes, astutos y justos encontrarían la solución.

Partieron el viaje cargados con lo que pudieron rescatar de las mesas, la tristeza abordaba ya el pueblo, nadie salió a despedirlos, nadie abrió sus ventanales.

Y así caminaron los weñis, por senderos entristecidos, donde quedaban pocos animales y plantas, con el aire cada vez más espeso, a medida que se acercaban a las montañas del norte.

No había mucho que comer, así que lo poco que llevaban debían cuidarlo, un queque al desayuno, un panqueque al almuerzo y en la tarde una fruta.  El agua, un sorbo a cada hora, cuidando cada gota de las cantimploras. 

Fueron largos días de viajes, pero más largas noches en las que no se escuchaban más que los sollozos de los árboles de los caminos. ¿Qué le había pasado a armonía? se preguntaban cada noche antes de dormir.

Hasta que llegaron a las montañas, y subieron porque cada vez más alto, más espeso el aire, eso quería decir que se acercaban a algo. Había que subir! aunque ya no quedaba comida, y sólo un poco agua de la última cantimplora.

En la cima de la montaña, encontraron un portal de madera fina, y chapas y bisagras de oro, el que se abrió a penas se acercaron.  Era la entrada a una cueva, de la que salía un viento frío, que con cada bocanada, hacía llorar los pequeños ojos de los tres valientes weñis.

Pero no dudaron, bajaron a ver que sucedía, por la cueva oscura donde casi no se veía nada, hasta que de pronto, al doblar en una curva vieron al fondo una luz amarilla que brillaba, fría como fría era la cueva.

Aceleraron el paso, era una puerta, esta vez de oro macizo, pero que también se abrió al acercarse.  Entraron, muertos de miedo, a un salón brillante, gigantesco, lleno de tesoros de oro, plata y piedras preciosas. En las murallas, abundaban libros en todos los idiomas, y bustos sin rostros llenos de alhajas.

Todo era silencio en ese salón, que era largo y entre los cerros de oro y plata no se podía ver que había en el fondo, así que allá se dirigieron.  De pronto algo rompió el silencio, una gota cayó de algún lado al agua, y justo en ese momento todos se escureció por un segundo, y luego un sollozo.  Todo venía del final del salón, así que corrieron para ver que era.

Llegaron al final, por entre los tesoros, y ahí lo vieron.  Era un dragón hechicero sentado sobre un trono, triste como triste se había vuelto armonía, y cuya barba se deslizaba por su cuerpo hasta el suelo, y tan larga era, que seguía por el suelo hasta terminar en una fuente al lado del trono.  Sobre el trono había un nombre que decía en letras de oro y gemas “ A M B I C I O N“.  Supusieron que era su nombre y lo dijeron al unísono.  El dragón hechicero sólo levanto un poco la vista sin mucho ánimo y sólo se limitó a volver a sollozar.

De sus ojos, rodó una lágrima, y por su barba cayó al suelo, y por su barba llegó a la fuente.  En ese momento todo volvió a oscurecerse, sólo el agua de la fuente permaneció iluminada, donde apareció un Weñi de algún lugar de Armonía que dejaba de compartir, que ya no quería salir a comer ni jugar con sus amigos, que se volvía triste, que parecía no volvería a soñar, y que se ponía a llorar en silencio.

Luego la luz volvió y de la fuente salió volando un puñado de monedas de oro y piedras preciosas que fue a dar a uno de los grandes montones que llenaban el salón.

Asombrados los tres weñis se miraron, no sabían que hacer, tenían miedo, pero también sabían que no podían quedarse ahí para siempre.  Sin embargo se sentaron a esperar, fueron muchas horas, en las que nuevas lágrimas cayeron, nuevas oscuridades aparecieron, y nuevas joyas se amontonaron.

Así llegó la hora que ellos pensaron sería de comer, y no tenían nada, solo un poco de agua en la cantimplora del menor de los weñis, que apenas deba para un sorbo.   Los dos mayores comenzaron a discutir el mejor destino para el sorbo de agua.  La argumentos se tornaron rápidamente en discusión, y la discusión en pelea. Tan fuerte se hablaban que no se dieron cuenta que el menor de los weñis tomó la cantimplora, se acercó al trono, y con mucho cuidado, ese cuidado que sólo da el cariño, dio de beber al dragón hechicero. 

En ese momento, el Dragón levantó nuevamente la vista y miró al pequeño weñi a los ojos, emocionado, con los labios temblantes, le dirigió una sonrisa agradecida, al tiempo que una lágrima de color azul salía de uno de sus ojos, rodaba por su larga barba hasta llegar a la fuente.  Un gran temblor estremeció al salón.  Cuando terminó se escucho un fuerte crujir de rocas, y la fuente se quebró por la mitad.  El agua de lágrimas se derramaba y se iba por las grietas del piso, un gran viento se levantó y se comenzó a llevar, como si fueran hojas de otoño todos los tesoros del salón hacia la fuente quebrada.

Cuando todo el tesoro había desaparecido, el dragón se puso de pie, cuan grande y fuerte era, dijo con una voy gruesa pero suave “GRACIAS”, alzó sus brazos al cielo como si fueran ramas de un gran árbol y desapareció.

No quedaba nada en el salón, de hecho parecía más una cueva común y corriente.  Los weñis no sabían que debían hacer, pero si lo que querían, sólo querían volver a su casa, aunque armonía siguiera como la habían dejado.

Luego de algunos días de caminar por senderos que ya no eran como los habían visto, con animales y plantas que crecían no sólo fuertes sino también alegres, llegaron cansados y hambrientos al pueblo de donde habían salido, que se veía otra vez luminoso, pero en el que no había nadie.

Sólo se les ocurrió volver al punto donde comenzaba su historia, al gran claro del bosque, el que para su sorpresa estaba lleno de las gentes de toda armonía, parecía que tenían una fiesta.  En mantas en el piso rodeados por grupos de amigos, habían bandejas de queques, panqueques y frutas, pero sobre todo, volaban risas en el ambiente.  Nuestros tres héroes se encontraron que todos les saludaban amables, y que en el centro del gran claro, había aparecido un gran árbol con sus ramas que se alzaban al cielo, tan largo como largo era el hechicero.  Desde ese punto contaron su aventura, y la gente aplaudió y cantó para celebrarlos.

Desde entonces, cada año al llegar la primavera, se viene gente de todas partes de Armonía a escuchar la historia de los tres weñis que habían vencido el hechizo de la ambición con sólo un sorbo de agua clara.

Y colorín colorado, en Armonía, la tristeza se ha terminado.

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